jueves, 13 de mayo de 2010

Ocasos en Urueña



Urueña es uno de esos lugares que conocí hace tiempo, cuando era un pueblo tocado casi de muerte por el éxodo de sus gentes como tantos y tantos pueblos de Castilla y León. Las calles tenían ese olor característico a cuadra y paja mezclado con el de la leña quemada que salía de alguna chimenea, señal inequivoca de que pese a la mordedura del abandono de muchas casas, aún quedaba vida dentro de algunos muros de adobe.

Era un lugar silencioso, apacible. Agradable para quienes veníamos del bullicio capitalino. Podías oír tus propios pasos avanzando por el adoquinado de piedra de la calle sin que nada lo perturbara, a lo sumo algún vencejo o el cloqueo de alguna cigüeña.

La primera vez que fui a Urueña, ví el atardecer más hermoso que había visto hasta ese momento. Apoyada en la muralla que rodea el pueblo, sintiendo al mismo tiempo el calor de la piedra en las palmas de mi mano, contemplé un ocaso que he tratado de ver en más ocasiones. Realmente aquél no volvió a darse nunca, fue único, especial, quizá no demasiado espectacular, sin embargo resultó ser el descubrimiento de un lugar desde el que contemplar al sol acostándose en mi querida Castilla.

Tenía delante toda la planicie de la Meseta Castellana y pensé que tanta llanura bajo mis pies era como contemplar el mar sin llegar a definir lo difuso del horizonte. No había agua, ni olas, todo era campo de cereal ondulado por el roce del viento.
Y desde lo alto de la muralla, viendo al sol fundirse con el campo en la lejanía, me sentí muy unida a la tierra, como quien sabe que pertenece, igual que una raíz, al lugar en el que lo pusieron para crecer.
Hoy Urueña sigue siendo un lugar al que llegar sin necesidad de demasiados pretextos. Conserva matices de antaño, otros sin embargo, han sido acentuados.
Hoy es Villa del Libro, un lugar en el que las letras encuentran cobijo y proyección.
Hoy sus calles están mejor adoquinadas, sus casas mejor cuidadas, los rotulos de sus calles explican lo característico de sus nombres y la hospitalidad del lugar viene de la mano de sus tabernas y restaurantes al uso.
Yo, sin embargo, y pese a tanto que ofrece Urueña, sigo yendo para ver sus ocasos desde la muralla. Son serenos, tenúes si fundes la miranda con la lejanía, pero sobre todo sigo experimentado esa sensación que me dice: esta es tu tierra, inmensa y fértil. Ni más fea ni bonita que cualquier otra, la mía, simple y llanamente.
Pilar Martinez ( Mayo 2010)

2 comentarios:

  1. Pues si, tienes razón es apacible y llena el alma de paz contemplar la puesta de sol desde la muralla,el espacio abierto que nuestros ojos contemplan al mirar la planicie, es algo estraordinario un regalo para todo el que suba y simplemente contemple.

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  2. De todos modos, los atardeceres siempre tienen algo especial para mí, me envuelven de serenidad al tiempo que siento apaciaguados todos mis sentidos. Urueña siempre se me ofrece de pretexto para reitirar esas sensaciones...tiene cierta magía para mí este lugar...

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