domingo, 30 de mayo de 2010

Por tierras de Vino y Pan ( Zamora)


Hay lugares a los que llegas sin saber qué vas a encontrarte. Es aventurarse hasta casi perderse para luego dejar que lo singular te invite a parar y contemplar.
Si a esto le añades el sentido del paladar, bien puede decirse que Castilla y León goza de muy buenos recursos para dar veracidad al eslogan “ Tierra de Sabor”.
Esta simbiosis curiosa tiene una muestra en tierras zamoranas.
En la comarca conocida como Tierra del Pan y a su vez del Vino de Toro, si de saborear se trata, bien puede afirmarse que el paladar llega hambriento y sale contento al tiempo que hacemos camino. Bien podría ser letra y tonada de una coplilla pero lo cierto es que no hace falta cantar aquello que se entiende con los sentidos, y es que, en este “ itineres”, si algo acontece con especial relevancia, es la irrupción de contrastes solo perceptibles con la agudeza de quien, no sólo mira el lugar al que llega, sino que escucha, toca, huele y, por supuesto saborea.
La primera parada de esta ruta viniendo desde tierras vallisoletanas y el primer lugar en el que emplear uno de los sentidos es Algodre.
Es un pueblo pequeño y silencioso que tiene el privilegio de llevar el nombre de un bolero; el conocido dentro del folclore tradicional como “ bolero de Algodre”, una danza lenta con ciertas influencias árabes que siendo originaría según dicen de La Tierra del Pan, sólo las gentes de Algodre permitieron gracias a su empeño de conservarlo en su memoria y de compartirlo con aquellos que bien se preocuparon de rescatarlo del olvido para cantarlo y bailarlo, que hoy forme parte de ese bagaje folclórico y popular tan rico como también algo denostado por la desidia que el propio castellano muestra con sus propias tradiciones.
Para los que no sepan de este cantar, he aquí un pequeño fragmento de dicha canción: “ El que baile bolero, tenga cuidado ay, ay ay...Valgame el cielo, las vueltas que da el mundo, salada y olé, cuerpo salado dejate querer...”
Si Algodre fuera una mujer, nos enamoraría su acogida silenciosa. No obstante, pareciera que tiene un pacto tácito con la musicalidad y la melodía porque de llegar hasta la plaza del pueblo a alguna hora en punto, el reloj de la casa consistorial da las campanadas al repique de alguna melodía. Se rompe armoniosamente el silencio durante el minuto que dura la cancioncilla campanil. Y si, al tiempo, observas a tu alrededor, ves que los lugareños caminan sin prisa, como si el tiempo no tuviera importancia. Es esa calma la que llama la atención a quienes vienen de la ciudad, de ahí que Algodre en su simpleza guarde su encanto.
Pero el caminante suele ser un buscador de sensaciones, un novio poco fiel y enamoradizo, como bien podría decirse.
Siguiendo la senda de la Tierra del Pan, se llega hasta Muelas del Pan. Qué decir de este lugar. La inmediata panorámica del pantano de Ricobayo rodeado de una vegetación en primavera explosiva, es tan embriagadora como esplendorosa para la mirada. Los brillos y las ondas peinando el agua con el leve roce de la brisa y los rayos del sol, junto con las rocas y sus caprichosas formas, dan al paisaje una singularidad que casi es obligado hacer una pausa en el camino y contemplarlo sin prisa, algo que también trae consigo una agradable sensación en el ambiente, o más bien una percepción, en este caso con el sentido del olfato pues los matorrales en flor, en primavera, despiden ese aroma dulzón y sutil que, al respirar hondo, termina embriagando.
Una vez se llega hasta aquí, las ganas de quedarse y contemplar desde allí ese momento mágico del atardecer juegan con nuestra voluntad de viajero, pero conviene no sucumbir a esa impronta de quedarse allí parado. Quedan a poca distancia más rincones que ofrecer a los sentidos.
En el mismo embalse de Ricobayo, en el salto de agua, la panorámica resulta tan abrupta como poderosa. Una conjugación extraña entre aquello que el hombre construye con hormigón para dar cabida a sus necesidades y la naturaleza sesgada y anegada por una inmensidad de agua.
Se forma una garganta por la que discurre el agua como sabiendo hacía dónde se dirige, un caudal seguramente más grande, más profundo...
Es en lugares como este donde sientes tu pequeñez frente a una naturaleza que siempre sabe cómo abrirse camino. La altura y el agua no dejan indiferente la mirada que casi siempre termina perdiéndose en lo difuso del horizonte.
Pero quizá lo curioso de este” itineres” por la Tierra del Pan y del Vino en Zamora, son esos pueblos pequeños camino de Portugal. Cerezal del Aliste, Videmala...pueblos que, al patearlos, pareciera que “ lo urbanizable” fuera una asignatura pendiente. Las calles discurren sin demasiada preocupación por la viabilidad, tan pronto subes como bajas por callejuelas estrechas notando la mirada curiosa de los habitantes que, al saberte forastero, se preguntan qué haces por allí o de quién eres pariente.
La mujer en esta comarca, aún viste con ropas oscuras y pañoletas en la cabeza. Aquí se tiene la sensación de que en esa sencillez de vida que llevan sus habitantes, las décadas no han pasado.
Y puede que, en realidad, no les haga falta demasiado que eso que nosotros hacemos llamar “progreso”, llegue hasta su pueblo. Cuándo ves a estas personas viviendo vidas sencillas y siguiendo siempre una rutina, al tiempo que ves sus rostros sonrosados y curtidos, llegas a la conclusión de que están en el lugar que quieren estar, algo que no siempre muchos pueden afirmar.
Envidiable es, si pensamos que viven en un paraje de inviernos rudos pero de tiempo estival moderadamente caluroso, que con las comodidades justas y las necesidades cubiertas, encuentren en su modo de vivir la siempre anhelada felicidad.
Pero, inevitablemente, como viajero te marchas de allí, dejando atrás esas miradas curiosas que encontraste al llegar. Ellos seguirán con sus vidas sencillas, tú en cambio, como viajero, sientes que debes seguir tu camino, intentando encontrar algo más, más sensaciones que completen un día y una ruta que iniciaste con el sol bien alto y que va queriendo meterse.
Por eso y aprovechando que estamos en la tierra del Vino de Toro, qué mejor sitio para contemplar una puesta de sol que la hermosa balconada de Toro junto a su Colegiata.
Este lugar es un deleite para quienes quieren ver más allá de lo que tienen delante.
La Vega del Duero, tan fértil, tan espesa y el río serpenteando, son el marco perfecto para dar a esa hora mágica del día que es el ocaso, un encuadre sereno a nuestros pasos.
Pero Toro, es mucho más. Es contraste; es silencio al tiempo que algarabía. Es tradición al tiempo que se sube a la modernidad. Es pueblo al tiempo que se insinúa villa grande y populosa. Es, por supuesto, vino al tiempo que agua, la del Duero que lo rodea.
Cabe mencionar, porque así lo propició la casualidad en este viaje, la romería que realizan los Toresanos a la ermita de Santa Maria de la Vega en honor al Cristo de las Batallas el día 23 de Mayo en la vega del Duero, en la parte baja del pueblo pasando el puente. Es un día festivo en esta localidad que permite al pueblo hacer una fiesta campestre similiar a la de El Rocío, salvando, afortunadamente, esas exageraciones desmesuradas de los fieles andaluces, siendo los toresanos mucho más sobrios pero igualmente solemnes frente a su particular devoción y tradición.
Y, siendo Toro, tan especial, tan de contrastes y tan festiva, sólo cabe esperar y desear que su pulso no decaiga como el de tantos y tantos pueblos donde el trabajo sale fuera en lugar de quedarse dentro.
Pero eso, es otro cantar. Conviene, al menos, saber que existen lugares a los que llegar, ver y saborear. Por tierras de vino y pan zamoranas, estas tres cosas...están garantizas. Sin duda una ruta más que recomendable.


Pilar Martinez Fernandez ( Mayo 2010)

Por tierras de Vino y pan en imagénes







Algodre








Pantano de Ricobayo ( Muelas del Pan)












Z
Panorámicas de Toro ( Zamora)











































































jueves, 13 de mayo de 2010

Ocasos en Urueña



Urueña es uno de esos lugares que conocí hace tiempo, cuando era un pueblo tocado casi de muerte por el éxodo de sus gentes como tantos y tantos pueblos de Castilla y León. Las calles tenían ese olor característico a cuadra y paja mezclado con el de la leña quemada que salía de alguna chimenea, señal inequivoca de que pese a la mordedura del abandono de muchas casas, aún quedaba vida dentro de algunos muros de adobe.

Era un lugar silencioso, apacible. Agradable para quienes veníamos del bullicio capitalino. Podías oír tus propios pasos avanzando por el adoquinado de piedra de la calle sin que nada lo perturbara, a lo sumo algún vencejo o el cloqueo de alguna cigüeña.

La primera vez que fui a Urueña, ví el atardecer más hermoso que había visto hasta ese momento. Apoyada en la muralla que rodea el pueblo, sintiendo al mismo tiempo el calor de la piedra en las palmas de mi mano, contemplé un ocaso que he tratado de ver en más ocasiones. Realmente aquél no volvió a darse nunca, fue único, especial, quizá no demasiado espectacular, sin embargo resultó ser el descubrimiento de un lugar desde el que contemplar al sol acostándose en mi querida Castilla.

Tenía delante toda la planicie de la Meseta Castellana y pensé que tanta llanura bajo mis pies era como contemplar el mar sin llegar a definir lo difuso del horizonte. No había agua, ni olas, todo era campo de cereal ondulado por el roce del viento.
Y desde lo alto de la muralla, viendo al sol fundirse con el campo en la lejanía, me sentí muy unida a la tierra, como quien sabe que pertenece, igual que una raíz, al lugar en el que lo pusieron para crecer.
Hoy Urueña sigue siendo un lugar al que llegar sin necesidad de demasiados pretextos. Conserva matices de antaño, otros sin embargo, han sido acentuados.
Hoy es Villa del Libro, un lugar en el que las letras encuentran cobijo y proyección.
Hoy sus calles están mejor adoquinadas, sus casas mejor cuidadas, los rotulos de sus calles explican lo característico de sus nombres y la hospitalidad del lugar viene de la mano de sus tabernas y restaurantes al uso.
Yo, sin embargo, y pese a tanto que ofrece Urueña, sigo yendo para ver sus ocasos desde la muralla. Son serenos, tenúes si fundes la miranda con la lejanía, pero sobre todo sigo experimentado esa sensación que me dice: esta es tu tierra, inmensa y fértil. Ni más fea ni bonita que cualquier otra, la mía, simple y llanamente.
Pilar Martinez ( Mayo 2010)